|
De Jacques Derrida y Alain Minc, «Penser ce qui vient», Le Nouveau Monde (París), 92 (1994), pp. 91-110. Traducción de Bruno Mazzoldi en El tiempo de una tesis. Desconstrucción e implicaciones conceptuales, Proyecto A Ediciones, Barcelona, 1997, pp. 29-39. Originalmente en e-limbo
¿Qué hacer? Pensar lo que viene. ¿Toca? Y entonces
¿cómo hacerlo? ¿Qué hacer? y ¿qué hacer de este imperativo? ¿En qué tono
tomarlo? ¿Desde qué altura?
Nadie aquí lo duda, cierto aplomo, un aplomo que
algunos, tal vez con razón, consideran sonambúlico, es lo que se precisa
para atreverse donde sea a emprender con bastante calma, en suma,
aunque sea denegándolo, aunque sea con el tono de la contra-profecía, el
diagnóstico, cuando no el pronóstico del estado del mundo, y para
adelantar tranquilamente unos como informes de desplomo panóptico sobre
el estado del mundo, sobre el estado de la unión o de la desunión de
Europa y del mundo, sobre el estado de los Estados en el mundo, sobre el
nuevo orden o el nuevo desorden mundial, y también para permitirse,
aunque sea denegándola, la prescripción o la contra-prescripción
geopolítica. Todo esto dejando entender que el discurso geopolítico se
paraliza en una suerte de impase o aporía generalizada: nada funciona y
todo puede suceder. El aplomo consiste aquí en darse por autorizado el
desplomo panorámico y mundial desde algo así como un antepecho, pero al
borde del abismo, del desierto o del caos. Este aplomo de desplomo puede
parecer sonambúlico, pues es un procedimiento, precisamente, un
desplazamiento, un paso, un movimiento o una acción, un «hacer» guiados
por ese extraño cuidado vigilante que los sonámbulos mantienen en el
momento del riesgo más grande. Unos sonámbulos caminan al borde del caos
abismal, y en el momento en que saben y declaran que ya no más, que
todo está desajustado, desarticulado (out of joint, como dice Hamlet),
que nada funciona, que todo acaba en el no-camino, el impase, la aporía,
en el momento en que son persuadidos de que este mismo discurso
panorámico es anticuado, se hacen adelante, si no como locos,
visionarios, profetas o poetas, alucinados, por lo menos como soñadores
que quieren mantener los ojos abiertos («pesimistas activos», diría
Alain Minc). Si de una vez nombro el sueño, sin disociarlo del
sonambulismo, es para tomarlos, como se dice, del lado bueno. No para
desdeñar, todo lo contrario, el riesgo absoluto que corre el sonámbulo,
sino para aproximar, más allá del saber y de la filosofía, política o
no, aun más allá de todos los modelos y de todas las normas
prescriptivas cuyo agotamiento vivimos, el pensamiento de lo que viene y
que no puede sino ser aliado de lo que contrae parentesco con el sueño y
con lo poético, siempre que, evidentemente, se piense el sueño de
manera distinta de la habitual. Quiero recordar que, a la pregunta «¿qué
hacer?», a lo que simultáneamente constituye, diría, una pregunta muy
vieja, sin duda, ni tan vieja sin embargo, pero también una pregunta
nuevecita, una pregunta todavía no escuchada, entre otras cosas Lenin
contesta, y con precauciones interesantes, «es preciso soñar».
[Me pregunto de dónde puede venirnos la hybris, a
menos que no sea también la inocencia, la inconsciencia y por ende la
humildad infantil, incorregiblemente infantil de semejante aplomo de
esta audacia descarada que es aquí la nuestra. Digo «infantil» porque,
si no conozco bien, «personalmente», como suele decirse, a Alain Minc,
con quiera me topé rápidamente poco antes de esta sesión, lo que leo y
percibo de él sobre la escena pública me deja pensar que lo que tal vez
nos acerque, más allá de la cantidad de diferencias a cuya enumeración
renuncio, es que sobre la escena intelectual pública o política algunos
podrían pensar que ambos hemos conservado (me perdonará esta alianza
abusiva o esta anexión dudosa) una cierta juvenilidad, con todo lo que
ella puede exponer cuanto a inocente frescura, pero también cuanto a
atrevimiento o insolencia, incongruidad, descortesía intempestiva.
Desembarcamos sea lo que sea y la que sea la edad de lo que sabemos,
en cuanto a experiencia y saber. No sabemos de dónde nos viene el aplomo
al borde de lo que hace reír; llorar o sobre todo titubear en el vacío.
Pero no me detendré en la hipótesis según la que
esta hybris sonanibúlica que nos asigna al aplomo y al desplomo sería el
carácter del que sea, de Minc o mío por ejemplo: por el contrario creo
que nuestro tiempo, eso de lo que estamos hablando, lo que viene quizás a
través del caos, del desierto, del abismo, del desorden mundial la
desconstrucción general o todas las figuras de un apocalipsis sin
apocalipsis, etc., eso nos impone pensar y pensar desde este frágil
aplomo y nos coloca en este lugar, nos sitúa allí donde pensar, y pensar
(políticamente y poéticamente) lo que viene (por ende el porvenir al
presente) no puede hacerse si no desde el lugar de este aplomo a la vez
sonambúlico y vertiginoso.]
¿De dónde viene el aplomo en general?
Aplomo. Llamemos. ¿Qué es lo que llamamos aplomo?
Cualquiera que sea la manera como lo escuchen, lo pronuncien o lo
escriban, «aplomo» es un bello vocablo. No una argucia, tampoco un
concepto bien formado, sino un bello vocablo. No a causa de las
tentaciones homonímicas que lo hacen derivar caprichosamente hacia la
orden expresa o el llamado (cuando llamamos, cuando nos llamamos según
el llamado pues no podemos pensar lo que viene sin lanzar o escuchar
algún llamado, algo parecido a una orden expresa, un deber, una ley, una
prescripción, sin tratar de escuchar lo justo, de escuchar justamente
alguna cosa que llamo la justicia, un llamado que de alguna manera viene
de nosotros pero a la vez sobre nosotros, un llamado por el que nos
llamamos desde el otro). No a causa de esos juegos homonímicos ni de
todo lo que la palabra en aplomo pueda significar muy precisamente, en
fisiología, en arquitectura, en pintura y también en música, sino en
razón de la señal que siempre esgrime hacia el atrevimiento de un
«quedarse parado», hacia una física planteada a partir de la
verticalidad, es decir a partir de lo que una plomada nos indica
respecto de la pesadez terrestre y por ende de la tierra: pues, no nos
lo ocultemos, las preguntas que abordamos con este aplomo sonambúlico
hoy no son nada menos que las preguntas de la tierra (a bulto y en
detalle, de manera no menos urgente que concreta, imaginosa, inmediata,
inmediatamente éticas, jurídicas, geopolíticas -preguntas de la
geopolítica al borde y más allá de las preguntas dichas geopolíticas:
¿qué hacer? ¿qué vamos a hacer con la tierra? ¿sobre la tierra? y la
pregunta de lo que se queda parado sobre la tierra no es apenas una
pregunta ecológica aunque permanezca sobre el horizonte de lo más
ambicioso o más radical que la ecología hoy podría asumir-), preguntas
de la tierra, entonces, y preguntas del hombre (en aplomo o no sobre la
tierra): ¿qué es el hombre, cuál es la identidad o la unidad del hombre
sobre la tierra y más allá de la tierra, más allá de la posición
erguida, más allá de lo planetario y tal vez también de lo geopolítico
que hoy pensamos de manera completamente distinta, tal vez completamente
distinta de como era pensado en la Edad Media , por no hablar de cierta
modernidad?
A lo mejor para resistir, para no sucumbir al
vértigo que me sobrecogía a la idea de semejante sesión, al filo de un
programa tan perturbador, me doy el aplomo y el atrevimiento necesarios
para atreverme a enunciar la pregunta: ¿qué hacer? ¿qué hacer, aquí,
ahora? Y aquí, ahora, ¿qué hacer de la pregunta «¿qué hacer?»? He aquí
una extraña pregunta, pregunta redoblada, reflejada, que da la impresión
de impugnar el «pensar lo que viene» de nuestro título, como si, desde
la primera frase, se tratara de substituir pensar por hacer,
reemplazando simultáneamente un imperativo, «pensar lo que viene»,
mediante una interrogación, «¿qué hacer?», si no por una doble
interrogación: -«¿Qué hacer de la pregunta "¿qué hacer?"?».
De ninguna manera es ésta mi intención, ni pretendo
atenerme a una abstracción de tal magnitud. Pues la pregunta «¿qué
hacer?» por el momento parece tan indeterminada cuanto la orden expresa
«pensar lo que viene», por más que se añada, como acabo de hacerlo «aquí
y ahora», sin decir si pienso en el «aquí y ahora» de esta sesión o en
el «aquí y ahora» de Francia, de Europa, de la tierra o del mundo, otros
tantos lugares y por ende puntos de vista distintos y no siempre
configurables. No por nada dije «del mundo», pues en el momento de
escoger un título nos habíamos fijado en el de «pensar el mundo», nada
menos, antes de detenernos en «pensar lo que llega», y a este propósito
sin duda diré una palabra tratando de demostrar que, no obstante su
evidente ambición y en su aparente desmesura, estos dos títulos son
agudos, exclusivos y determinados en lo que prescriben o prometen.
Pero si darse a pensar es lo que hay que hacer; y
si pensar es también, e inmediatamente, e ineluctablemente, pensar lo
que hay que hacer ante lo que viene, es decir ante lo que sucede y ante
el evento por venir, entonces, ante o en frente de lo que viene, esta
tarea daría acceso a otra experiencia de lo que debería aliar el hacer y
el pensar. No obstante las apariencias, tamaña tarea, creo yo, es a la
vez nueva, inédita en sus formas históricas y más urgente, más
imperativa que nunca, hoy, aquí y ahora.
Lo que acabo de decir a propósito de semejante alianza imperativa del
hacer y el pensar lo injerto en tal proposición de Alain Minc,
precisamente en tal página de su libro, para ser más explícito cuando
habla (p. 219 de La nueva Edad Media) de esa figura que los matemáticos
llaman un «conjunto vacío» y donde Alain Minc sitúa el llamado a lo que
hoy nos es rehusado o prohibido, a saber, cito, «una filosofía de la
acción». Los intelectuales parecen retirarse del «debate público», él
señala, y así sucede no por desinterés respecto de la cosa pública sino
porque, cito, la sociedad ya no es «"pensable"» (aplica comillas a esta
palabra sobre la que quisiera también regresar más tarde: ¿qué es lo que
aquí llamamos pensar?) y después de haber señalado simultáneamente la
necesidad y la esterilidad o el fracaso de una «reflexión
pluri-dimensional» y la «urgencia» «postulada» de «mezclar la economía,
la sociología, la etnografía, la ciencia política y la historia», él
pregunta: «¿qué se habrá realizado concretamente, que no sea soñar
[subrayo] gigantes intelectuales que no existen? Su ausencia tal vez no
sea fortuita: este género de adiciones entre saberes tan diversos
corresponde sin duda a lo que los matemáticos llaman un conjunto vacío.
Debe ser una filosofía de la acción». Claro está, Alain Minc no deja de
ser irónico o escéptico tanto respecto de tal sueño cuanto de dicha
filosofía de la acción (ni en mayor grado que él creo que la urgencia
del «hacer» o de la pregunta «¿qué hacer?» esté a la medida de una
filosofía de la acción ni de esa filosofía de la historia de la que ya
decía Hugo que no se pueden inscribir en ella los eventos que vienen de
nosotros o sobre nosotros). Él cree, con razón me parece, que los
objetivos que podían orientar tal filosofía de la acción, empezando por
cierta idea del progreso, se han destruido. Pero, por más que salude con
igual ironía a todos los prescriptores, una ironía que por otra parte
me parece justa («¡Buena suerte, señores prescriptores!», p. 219), de
todas formas lo que da a su libro su aplomo y lo mantiene parado, de
cabo a rabo, es el capítulo final, ese llamado, prescriptivo y
normativo, a la responsabilidad francesa, y no sólo al pueblo de
Francia, sino al Estado Nación llamado Francia, a unos conciudadanos.
Quisiera correr el riesgo de una palabra, tan sólo
una palabra (hoy todo será demasiado breve) alrededor de la pregunta
«¿qué hacer, aquí y ahora?»: si por una parte empata con el pensamiento
de lo que viene, si no puede dejarse separar de él, semejante pregunta,
no lo olvidemos, ya es una herencia, dispone de una genealogía muy
noble, a la vez ética y política.
Tiene una historia la pregunta «¿qué hacer?»,
aunque parezca remitir a una necesidad de todos los días, de todos los
tiempos, de todas las edades y de todas las culturas; esta pregunta
tiene una historia muy aguda, una historia crítica y esta historia
crítica es una historia moderna La gravedad de lo que viene, aunque sea
también el chance de que lo que venga sea realmente lo que viene, es
decir absolutamente inédito -nuevo- sin ejemplo y resistente a cualquier
repetición posible, es que ya no sepamos qué hacer, hoy, de la pregunta
«¿qué hacer?», ni en su forma ni en su contenido...
La heredamos, sin embargo se nos substrae algo de
su herencia, y nos toca re-inventar radicalmente las condiciones mismas
de esta pregunta.
En esta forma literal, si no me equivoco, la
pregunta «¿qué hacer?», no es medieval y no habría podido serlo, sin
duda por razones esenciales.
Tal como la heredamos, no menos de Kant que de
Lenin, se trata de una pregunta moderna en un sentido preciso cuya
radicalidad no podía desplegarse ni en la Edad Media ni en una
post-edad-media cartesiana, es decir en lo que entonces se llamaba el
mundo y que era bordeado, determinado, en todos los sentidos de la
palabra, por un horizonte teológico, antropo-teológico o
teológico-político. La pregunta «¿qué hacer?» no podía todavía surgir,
en su radicalidad, sino hasta cuando una idea democrática, secular,
laica, hubiese taladrado ese horizonte antropo-teológico-político o
empezado a socavar los fundamentos del mismo.
Pero, a la inversa, y es éste todo el problema de
lo que hoy se nos viene y de lo que distingue la especificidad aguda de
nuestro tiempo, la pregunta «¿qué hacer?» ya no puede desplegarse en
toda su potencia, es decir sin horizonte, mientras un horizonte o unos
atrevimientos teleológicos o onto-teleológicos siguen bordeándola, como
es todavía el caso para Kant y Lenin, quienes todavía tenían o presumían
una cierta idea del hombre o de la revolución, de la finalidad, del
estadio final, de la adecuación final, del telos o de una idea
reguladora sobre cuyo fondo se levantaba la pregunta «¿qué hacer?», la
que entonces en efecto se hacía posible, pero por eso mismo no
vertiginosa, no abismal, arrestada en sus límites, es decir en su
horizonte.
Pregunta «¿qué hacer?» como pregunta ética y
política, ciertamente, pero especificada entonces por una modernidad, y
dos veces por una modernidad crítica pre-revolucionaria, y dos veces por
hombres que tenían la intención de hablar en nombre y en vista de una
cierta emancipación democrática. Kant y después Lenin han dejado
retumbar la pregunta «¿qué hacer?», y cada uno por su lado lo hicieron
justamente antes de unas Revoluciones que todavía no hemos pensado (pues
para pensar lo que viene hay que pensar lo que advino, y la dificultad
inherente al pensamiento del porvenir es ipso facto el arresto ante un
pasado que de golpe deviene más enigmático que nunca, ofrecido a todas
las reinterpretaciones, cuando no a todas las revisiones: serían
sencillas las cosas si supiéramos lo que habrá sido la Edad Media , y si
de ella nos hemos salido a suficiencia, en qué sentido, para correr el
riesgo o por tener que regresar, de nuevo, hacia alguna nueva Edad
Media). Kant y Lenin entonces han lanzado y ponderado los dos un «¿qué
hacer?», escribiéndolo bajo esta forma literal a la vigilia de dos
revoluciones de las que, tan extrañamente, nosotros vivimos más y menos
la muerte, la descomposición, la putrefacción, las dos revoluciones de
las que llevamos el luto. Y ciertamente es de ahí de donde partimos o
hablamos. En todo caso, es innegable que los dos libros que constituyen
el pretexto para esta discusión, desde sus adentros (y no únicamente en
razón de la fecha externa de su publicación), son históricamente
marcados por el después de estas dos revoluciones. Y ambos dicen -es lo
mínimo de lo que tienen en común- que la euforia occidental y el triunfo
neo-liberal, de pecho inflado al final de la secuencia soviética, era
tan artificial cuanto un pulmón artificial y tan poco duradero cuanto la
más ciega denegación.
Estos dos libros no se habrían podido escribir,
algo en ellos no se habría podido escribir, es la certeza mínima que de
ellos puede sacarse, ni antes ni durante esas dos revoluciones -preciso:
esas dos revoluciones, las que se han dado este nombre de revolución,
la de 1789 o de 1917. Los primeros renglones del libro de Alain Minc
hacen referencia a la caída del muro de Berlín. Y esta marca, esta fecha
interna se repite a todo lo largo del libro.
En todo caso, hagamos lo que hagamos de esta
sincronía o de esta coincidencia, la pregunta «¿qué hacer?» habrá
siempre resonado al borde del abismo o del caos, en frente del horizonte
más indeterminado, más angustioso, cuando se diría que todo debe ser
repensado, re-decidido, re-fundado, de arriba abajo, y ahí donde tal vez
el abajo, el fundamento y la fundación llegan a faltar. Pues el caos
(palabra presente en el título del primer capítulo de La nueva Edad
Media) es la forma de todo porvenir en cuanto tal, de todo lo que viene
(un porvenir ya previsible en su orden y en su forma no sería
por-venir). El evento es esencialmente caótico. Por otra parte el abismo
abierto al khaos es también la forma abierta y vana de mi boca
(khainô), la del mentón caído, cuando ya no sé qué decir, pero también
cuando llamo o cuando tengo hambre.
Empecé nombrando la revolución. Lo hice sin demora,
para dar el tono y anunciar el color. Pues, a riesgo de sorprender aquí
y allá, hablaré en favor de la revolución, en nombre de la revolución y
autorizándome el uso de las palabras que generalmente se le asocian y
que hoy se juzgan siempre más arcaicas o fuera de moda, siempre más
retro (revolución, justicia, igualdad, emancipación, etc.). Pero trataré
de hacer notar que si en el curso de estos tres últimos decenios no he
sido el último en desconfiar de todos los esquemas y contraseñas que les
han sido asociados durante tanto tiempo -a la revolución, a las dos
grandes revoluciones europeas, al legado de relatos pertinentes, a la
justicia, a la igualdad o a la emancipación- y si raramente he tenido la
palabra revolución sobre los labios, se debe al hecho de que estas
elocuencias políticas eran determinadas por imaginerías esquemas,
escenarios representaciones, hasta conceptos, a la vez desconstruibles y
hoy más destruidos y obsoletos que nunca. Sin embargo una cierta
revolución en la idea misma de revolución, en su concepto y en sus
esquemas [para hablar como Kant: en lo que ata su idea a su concepto y a
su intuición], en su simbólica, en sus imágenes, en su teatro y en sus
escenarios, otra revolución -y de aquí otra contraseña para la justicia,
la igualdad, la emancipación, etc- otra revolución no tan sólo es lo
que nos comanda la respuesta a la pregunta «¿qué hacer?», por más
difícil, por más indiscernible que pueda parecer, sino además y ante
todo es lo que nos inspira y comanda y dicta en nosotros la pregunta
«¿qué hacer?». Esta pregunta quisiera leerla en el corazón del libro de
Alain Minc, otro motivo para decirle, para inducirlo al sobresalto o
simplemente a la risa, que, en la margen de tal o tal otra denegación
(aunque en la lógica de la denegación consista todo el problema del
discurso político), su libro es, o sea debería ser, de inspiración
revolucionaria.
No tendremos el tiempo de hablar de Kant o de
Lenin. Lástima, pues creo en la necesidad urgente de hacerlo, lo más
pacientemente posible. Me contentaré con aislar dos rasgos. Ante todo un
rasgo actual, sobre-actual o inactual, de la pregunta kantiana. Ésta
responde (puesto que una pregunta ya responde) a lo que Kant llama el
interés de mi razón. Este interés es simultáneamente especulativo y
práctico y entrelaza tres preguntas: «¿qué puedo saber?» (Was kann Ich
wissen?, pregunta especulativa), «¿qué tengo que hacer?» (Was soll Ich
tun?, pregunta moral que en cuanto tal no pertenece propiamente a la
crítica de la razón pura), y «¿qué me está permitido esperar?» (Was darf
Ich hoffen?, doble pregunta, a la vez práctica y especulativa). Ahora
bien, en la concatenación de estas tres preguntas, la pregunta del
medio, «¿qué tengo que hacer?» (Was soll Ich tun?) se ata complicada
pero irreductiblemente, igual que hoy, a la pregunta del poder-saber, de
la ciencia, al «¿qué puedo saber?», o sea al «¿qué puedo gracias al
saber?», pero también a la doble pregunta teórico práctica que es una
suerte de raíz común para ambas: «¿qué me está permitido esperar?»
(sobre la que insisto en razón de la mesianicidad revolucionaria que en
ella se encuentra necesariamente implicada).
Ahora bien, esta pregunta de la esperanza, a la vez
común a las tres y por ende primera, es precisamente la pregunta del
porvenir de lo que viene, de lo que sucede, de lo que puede suceder así
como de lo que tiene que suceder. La esperanza, dice Kant, corre a la
conclusión o redunda en concluir que algo es [o sea, sei] (que determina
así el último fin posible) puesto que algo tiene que suceder (weil
Etwas geschehen soll). Mientras el saber concluye que alguna cosa es (o
sea) (que actúa como causa suprema) porque algo sucede (weil etwas
geschieht). Pero si la pregunta de la esperanza se ata a la de lo que
viene como «esto tiene que suceder», si no sólo queda constantemente
supuesta de antemano, implicada en la pregunta especulativa del saber y
en la pregunta práctica del «¿qué hacer?», sino que además las anuda
entre sí, se sabe también que en otro lugar (en la Introducción a su
curso de Lógica) Kant somete estas tres preguntas a una cuarta. ¿Cuál?
La del hombre («¿qué es el hombre?») y del hombre como ser
cosmopolítico, como ciudadano del mundo.
Las tres primeras preguntas, y la que las
fundamentaba y las recogía como pregunta de la esperanza ante la venida
de lo que sucede, procedían de la razón humana, de la razón del hombre,
por ende no en cuanto ser natural sino en cuanto ciudadano del mundo, no
como sujeto político perteneciente a tal o cual nación, ciudadano de
éste o de aquel Estado, sino en cuanto ciudadano cosmopolítico. Y Kant
no se ha contentado con yuxtaponer la cuarta pregunta a las otras tres.
Las tres primeras, incluyendo entonces el «¿qué hacer?» y «¿qué me está
permitido esperar?», hay que ponerlas a la cuenta de la antropología
fundamental ya que estas tres preguntas remiten a la cuarta.
Sin imponerles una disertación, tan sólo anoto que,
respecto del horizonte de esta antropología y del derecho internacional
que debía ordenar este pensamiento de lo cosmopolítico, de las
relaciones entre naciones y de la soberanía de los Estados, etc., Kant
podía entonces arreglárselas a partir de unas Ideas, Ideas reguladoras
que seguían siendo también onto-teológicas. De ahí que las preguntas del
hacer y de la esperanza podían formularse, cómo no, pero en el mismo
lance se encontraban como neutralizadas, cerradas de antemano por una
suerte de respuesta anticipada. De un solo lance formadas y cerradas. La
condición de posibilidad de su formación sella de inmediato su
cerrazón. Se creía saber qué hacer desde el momento en que la pregunta
podía ser planteada. No sobra señalar cómo este horizonte regulador, que
ha venido desconstruyéndose como por sí mismo, sea hoy más
indeterminado que nunca, así como lo es la respuesta a la pregunta «¿qué
es el hombre?», aunque se dé por anticipación y presunción, sin hablar
de la que concierne al mundo, al hombre en cuanto ciudadano, como lo que
puede o no atar la democracia al Estado y a la nación, etc. Esta
pregunta por la esencia del hombre no es una pregunta de especulación
metafísica abstracta para filósofos de profesión: hoy se plantea, lo
sabemos, en la urgencia concreta y cotidiana, al legislador, al sabio,
al ciudadano en general (trátese de los problemas del genoma llamado
humano, del capital, de la capitalización y de la apropiación, estatal o
no, del saber, del tecno-saber a este mismo respecto, en los bancos de
datos -enorme problema de la capitalización y del derecho a la
apropiación que sigue todavía intacto ante de nosotros, junto con la
pregunta por la propiedad en general y por la propiedad del cuerpo
propio, con las preguntas biotecnológicas alrededor del injerto, de la
proteticidad en general, de la inseminación artificial, de la madre como
madre-portadora, etc., de la diferencia sexual y del derecho de la
mujer de disponer de su cuerpo, de la inteligencia artificial, de la
historia de los conceptos que definen los derechos del hombre, el
sujeto, el ciudadano, las relaciones entre el hombre y la tierra, el
hombre y el animal, el inmenso debate llamado ecológico, etc- si ustedes
así lo quisieran, podríamos precisar la cosa al infinito). Por lo tanto
nuestra pregunta «¿qué hacer?» y «¿qué está permitido esperar?» no
puede olvidar su historia kantiana (y pre-revolucionaria), pero tampoco
confiar en ella y repetirla. Es porque ya no disponemos de sus premisas
ni de su horizonte teleológico que nuestro «¿qué hacer?» es a la vez más
desesperado, más desvalido y de un solo lance más próximo de lo que él
ha que ser (a saber desvalido, abierto a la irrupción absolutamente
radical de lo nuevo, aunque sea respecto de quien hace la pregunta: si
esta pregunta debe guardar todo su vigor radical, ni siquiera tenemos
que presumir que sepamos quién la formula, ni si esta pregunta es
propiamente humana, ni lo que pueden querer decir las palabras
propiamente humana, ni tampoco de cuál revolución, una vez más esta
pregunta define el espacio pre-revolucionario).
Por eso no sólo toca pensar: es más urgente que
nunca, y no se reduce ni al ejercicio del saber ni al del poder. Por el
contrario supone cierta vigilancia suplementaria dirigida hacia estas
áreas de decisión del pensamiento (por ejemplo la pregunta por el
hombre, por el ser del hombre y por la vida y por sus prótesis, por el
tele-trabajo, la pregunta por la producción y la pregunta por el ser,
ahí donde comanda la pregunta todavía nuevísima del «¿qué hacer?», la
pregunta del «ven», la pregunta por la justicia alrededor de la que en
Espectros de Marx intenté mostrar cómo resulta indisociable de la
pregunta por la presencia o no-presencia del presente, etc.). Estas
áreas de decisión, cuyo enunciado telegráfico me perdonarán, tienen que
imponerse ya a cada instante, cotidianamente, inmediatamente, a cada
paso, a cada frase, de manera nueva, no solamente a cada cual sino
particularmente a quienes hacen profesión es decir a quienes pretenden
ejercer los cargos de decididores responsables, magisterios o
ministerios (hombres políticos de toda clase, sean legisladores o no,
hombres y mujeres de ciencia, enseñantes, profesionales de los media,
consejeros e ideólogos en todos los dominios, en particular de la
política, de la ética o del derecho). Todas estas personas serían
radicalmente incompetentes, paradójicamente, no si de antemano supiesen,
como casi siempre creen, qué es el hombre, etc., qué es la vida, qué
quiere decir «presente», etc., qué quiere decir «justo», qué quiere
decir «venir», es decir el que viene, el otro, la hospitalidad, el don;
serían incompetentes, como creo que lo son frecuentemente, porque creen
saber, porque están en posición de saber y son incapaces de articular
estas preguntas y de aprender a formarlas. No saben dónde y cómo se han
formado, o cómo aprender a volverlas a formar.
Hubiera querido proponer un argumento análogo respecto del «¿qué
hacer?» de Lenin, en 1911-2, pero el tiempo se está acabando. Recuerdo
lo que en este texto, como en el de Kant, hoy no ha envejecido: la
condena de la «baja del nivel ideológico» para la acción política, la
idea de que toda «concesión» teórica, según la expresión de Marx, es
nefasta para la política, así como la condena del oportunismo (hay que
pensar y actuar a destiempo, contra la corriente), la condena del
espontaneísmo, del economismo y del chauvinismo nacional (lo que no
suspende las tareas nacionales), la condena de la «falta de espíritu de
iniciativa de los dirigentes» políticos, es decir revolucionarios, que
deberían correr riesgos y romper con las facilidades de consenso y de
las ideas recibidas (es lo que propone Alain Minc en un libro tan
leninista, en el fondo), y sobre todo, lo que envejeció menos que nunca,
el análisis de lo que liga la internacionalización, la mundialización
del mercado, no menos que de la política, a la ciencia y a la técnica.
Todo esto se amarra en el «¿qué hacer?» de Lenin. Échenle ojo.
Sin embargo el sujeto revolucionario de este
horizonte cosmopolítico que orienta el «¿qué hacer?» de Lenin ya no es
el sujeto del derecho kantiano y de su revolución. Por ende ya no es el
mismo «¿qué hacer?». Este nuevo «¿qué hacer?» prescribe una revolución
en el concepto de revolución.
Respecto de lo que hoy nos importa, respecto de lo
que se nos viene y lo que decíamos respecto de la velocidad y de las dos
leyes heterogéneas de la aceleración, habría que interrogar lo que
Lenin afirma del sueño en la decisión política. Finge temer a los
marxistas realistas que van a recordarle, contra la utopía, cómo la
humanidad según Marx se asigna únicamente tareas realizables y en la
perspectiva de unos objetivos que crecen juntamente con el partido; he
aquí que Lenin enfrenta a contrapelo esta lógica realista como lógica
del partido y, al reparo de una cita de Pissarev, hace el elogio del
sueño en política. Pero distinguiendo dos sueños y dos desfases entre el
sueño y la realidad. El buen desfase, el buen sueño, se da cuando mi
sueño, cito, «va más rápido que el curso natural de los eventos», o
todavía, sigo citando, llega a «adelantarse al presente». «Sueños como
estos, desafortunadamente son muy escasos en nuestro movimiento», anota
Lenin. La mala disyunción onírica se produce cuando el desfase no tiene
esperanza y no se adelanta a nada: cuando el pensamiento de aventura,
sin el que no hay porvenir y ni siquiera evento político, sin el que no
viene nada, llega a ser el juguete de los aventureros y del aventurismo.
Puesto que mi intención no consiste, ni aquí ni en
otros lugares, en hacer la apología de Marx o de Lenin, mucho menos del
marxismo-leninismo en bloque (es fácilmente imaginable que la cosa no me
interesa mucho), apenas sitúo con una palabra el lugar en que Lenin, a
su vez, sutura sea la pregunta «¿qué hacer?» sea esta posibilidad
radical de distinción sin la que no hay ni pregunta «¿qué hacer?», ni
sueño, ni justicia, ni relación con lo que viene en cuanto relación con
el otro; y esta sutura o esta saturación condena a la fatalidad
totalizante y totalitaria tanto a los revolucionarismos de izquierda
cuanto a los de derecha. Pues Lenin mide el desfase con el metro de la
«realización», es la palabra que él emplea, mediante el cumplimiento
adecuado de lo que él llama el contacto entre el sueño y la vida. El
telos de esta adecuación suturante -de la que traté de mostrar de qué
manera cerraba igualmente la filosofía o la ontología de Marx- clausura
el porvenir de lo que viene. Prohíbe pensar lo que, en la justicia,
supone siempre inadecuación incalculable, disyunción, interrupción,
trascendencia infinita. Esta disyunción no es negativa, es la misma
apertura y el chance del porvenir, o sea de la relación con el otro como
lo que viene y quien viene. La definición mínima de la justicia que, en
Espectros de Marx o Fuerza de ley, es a la vez distinta del derecho y
opuesta a toda una tradición, incluida la de Marx, de Lenin o de
Heidegger, corresponde a la definición propuesta por Levinas, de manera
breve aunque intratable, cuando, hablando de esta irreductible
inadecuación, de esta desproporción infinita, dice: «La relación con
otro, o sea la justicia» (Totalidad e Infinito, p. 62).
|
|